Comentario
De todos los sucesores de Pipino, el bastardo Carlos (Carlos Martel para la posteridad) habría de ser quien con mayor fortuna consolidase el poder de su linaje frente a la disolución interna y los peligros exteriores.
Desde el mismo 714, Austrasia y Neustria volvieron a separarse. Alamanos y bávaros, aquitanos, provenzales y frisiones aceptaban mal las directrices del poder franco fuera quien fuera su rector. En poco más de tres años, Carlos Martel logró poner fin a las discordias familiares con Neustria y Borgoña reunificando el regnum francorum. De mejor o peor gana las regiones periféricas aceptaron esta supremacía.
La gran prueba de fuerza, sin embargo, vendría del Sur: de los árabes de Hispania que, cruzando el Pirineo, habían iniciado una serie de razzias que los poderes locales -los duques de Aquitania especialmente- eran incapaces de contener. A Carlos Martel le correspondía afrontar este peligro que fue conjurado en las cercanías de Poitiers el 732. La victoria del caudillo franco sobre las huestes de Abd-el-Rahman el Gafequí le creó la imagen de una suerte de salvador de la Cristiandad europea. La cercana Crónica Mozárabe del 752 hablará de Poitiers como de la victoria de los europenses, definiendo como tal al conjunto heterogéneo de combatientes que figuraban bajo la rectoría militar franca.
Algunos intentos de reacción militar musulmana se vieron frustrados por una nueva victoria de Carlos junto al Berre. El rodillo militar franco descendió irremisiblemente hacia el Pirineo sobre unas regiones -Provenza, Septimania, Aquitania- gravemente debilitadas por las continuas razzias de años atrás.
Carlos Martel -dux francorum- hizo de hecho, aunque no de derecho, la figura de un rey. A su muerte en el 741 procedió con la mayor naturalidad patrimonialista a dividir sus Estados entre sus hijos Pipino y Carlomán con el título de Mayordomos.
Carlos Martel pudo pasar por paladín de la Cristiandad. Sin embargo, sus relaciones con la Iglesia presentan evidentes claroscuros. Así, en el lado negativo quedaba el despego de numerosos bienes eclesiásticos y la limitación de la autonomía del episcopado.
Todo ello se podía presentar como una necesidad: la de recompensar a los fieles del dux francorum en una coyuntura política especialmente delicada. La secularización y disposición de bienes eclesiásticos por el vencedor de Poitiers se hacían en tanto pudiera ello servir a los intereses de un Estado cuyo prestigio se trataba penosamente de recomponer. Otra cuestión es que semejante operación pudiera, a la larga, volverse contra ese mismo Estado. Queda así fuera de duda que los métodos secularizadores de Carlos Martel se enmarcan en la amplia trayectoria consolidadora de los mecanismos de la feudalidad europea.
Por otro lado, Carlos Martel fue el incuestionado protector de los intereses morales y misionales de la Iglesia que, en cualquier caso, facilitaban importantes coberturas ideológica y administrativa en la recuperación del regnum francorum. El gran protagonista de tal operación sería el monje Winifrido, nacido en Wessex que, desde el 719, tomaría el nombre de Bonifacio (el apóstol de Germania) con el que ha pasado a la Historia.
Bonifacio es, sin duda, uno de los grandes productos de la cristiandad insular proyectada sobre el continente. En él se fundieron el afán misional típico de los monjes celtas con la capacidad organizadora de raigambre romana. Desde el 722, y con la protección de Carlos Martel, Bonifacio y un grupo de colaboradores (Lucio, Burcado, las monjas Lioba y Walpurgis) llevaron a cabo una gigantesca labor sobre el territorio franco y las regiones limítrofes apenas penetradas por el Cristianismo. En el haber se encuentran no sólo la erradicación del paganismo en Hesse o la fundación de algunos importantes monasterios (Fulda en el 744), sino también la restauración de unas estructuras eclesiásticas un tanto relajadas. Como posesor del pallium arzobispal, Bonifacio procedió a la restauración de sedes episcopales como Ratisbona, Salzburgo, Freissing, Passau, etc.
La muerte de Carlos Martel no fue obstáculo para la prosecución de la labor misional y reformadora. De hecho, san Bonifacio sería el nexo de unión entre el vencedor de Poitiers y sus sucesores en la mayordomía de Palacio: sus hijos Pipino y Carlomán. La muestra más patente: el magno Concilio de Austrasia y Renania del año 742, que puede tomarse como el primer concilio estrictamente germánico. La práctica de este tipo de asambleas se prolongó en los años siguientes. Las estructuras episcopales y conciliares se convertían, así, en un importante soporte de la acción política de los carolingios.